PÚBLICO Y UNIFORMADO
Ahora me doy cuenta de lo
importante que fue para mí la relación con mis compañeros de clase en aquellos primeros
años de estudiante. Pienso que ese vínculo me aportó una buena dosis de
alegría, cuando no lograba entender el comportamiento de los mayores. A menudo,
jugaba con unos colegas a las canicas, a la trompa y a las tellas, y con otros
al futbol, al churro-media manga o al pollito inglés. Sin olvidar los
experimentos con petardos. En todas las ocasiones lo pasaba bien, pero lo más
intenso fueron las experiencias: “El trío de la bola” y “Las proezas”.
La primera la compartí con
Tomás y Eduardo; risueño uno y romántico el otro, formábamos el trío perfecto y
nos ayudábamos en todo. La bola estaba hecha de goma densa, un poco más grande
que una pelota de tenis, y nos servía para jugar al frontón en las paredes de
la escuela, durante los recreos y los tiempos muertos, que había muchos… Pero lo
mejor era que, tras salir de clase, íbamos por las calles de la ciudad pasándonos
la bola entre los tres, a toque de pie, lo cual nos relajaba y nos daba fuerzas
para soportar la siguiente obligación. Al final del bachillerato, Eduardo tuvo
que volver a su Barcelona natal y a Tomás lo perdí de vista.
Una de las proezas la compartía con
mi primo, que tenía dos años más que yo y mucha necesidad de pasar a la acción.
Junto a la explanada donde formábamos antes de entrar a clase, nos lanzábamos
por una pendiente de tierra bastante inclinada y salpicada por árboles de una
altura similar a la nuestra. Descendíamos rápido, haciendo eses, frenándonos al
contacto con troncos y ramas, para finalmente abrazarnos, medio-colgados, al
último árbol situado junto al borde superior de un muro de unos tres metros de
alto que daba a la calle. Esta locura se consideraba un espectáculo, y siempre
había un público dispuesto a animar.
¿Qué puedo decir de mis maestras y
maestros? De la primera etapa recuerdo a sor Carmeta que, al ser muy
controladora, estaba en boca de todos. Era delgada, llevaba unas gafas redondas
y su rostro tenía rasgos angulosos. Cuando tenía que pasar a la acción se
arremangaba los hábitos y se movía con mucha agilidad. En los castigos le
encantaba colocarnos el lazo de color rosa, a modo de diadema, o las orejas de
burro - según la falta cometida -, para avergonzarnos delante de las niñas. Aprendimos
a agudizar el oído y, gracias al ruido que hacía con sus zapatones,
escapábamos, a veces, de su hostigamiento. Además, estaba doña Conchita, pieza
importante en la vigilancia, pero menos conocida porque se movía en las sombras.
Había una terraza, a la cual no nos
dejaban subir; se accedía por una escalera un poco rota, sobrepasando la
segunda planta. No podíamos pensar en otra cosa, y un buen día mi amigo Fede y
yo nos decidimos. Habían terminado las clases de la mañana y nos escondimos
durante un ratito, antes de subir nerviosos y asustados. Por suerte la puerta
de acceso no cerraba bien y, empujando fuerte, pasamos a la terraza, cuyo suelo
tenía una zona algo hundida.
Emocionados, observábamos desde lo alto a algunos de nuestros rezagados
compañeros, dirigiéndose a sus casas. Fue nuestra pequeña aventura…
En la segunda etapa tuve que soportar
a otros profesores que utilizaban nuevos sistemas para controlarnos. Tenían la
potestad de castigarnos, golpeándonos con una recia regla de madera en las
yemas de los dedos, en las palmas de las manos (pasando de la una a la otra) y
en el culo. Algunos se especializaron en tirarnos del pelo junto a la sien
hacía arriba, obligándonos a imitar la posición “en puntas” de ballet.
Todos los profesores me parecían
iguales, tenían el mismo propósito y seguían el mismo modelo de actuación. Me
recuerdan a los Agentes Smith de Matrix. El vigilante más eficaz era bajito y
calvo, y vestía de color marrón claro, un tono parecido al del patio y las
paredes, así que nos resultaba difícil verle venir. Era el encargado de
comprobar si todos cantábamos con energía el “Cara al sol” por las
mañanas.
Bendito bachillerato. Cada sábado por
la mañana frente a la fachada del instituto, los alumnos, en formación y
uniformados, escuchábamos por megafonía las faltas cometidas durante la semana.
Cada falta implicaba puntos restados y expulsiones de dos o más días. El saldo
inicial era de 30 puntos por alumno y año, y su pérdida total suponía la expulsión
definitiva del centro. Recuerdo algunos motivos de sanción: típicas peleas,
gamberradas con cerillas y petardos, hacer desaparecer el parte de asistencia,
y la más gorda… desplazar a pulso el seiscientos de una profesora, al rellano
de la escalera de acceso al centro.
Tengo la impresión de que el ambiente en
aquellos años no era muy propicio para que se produjese el aprendizaje de forma
natural. Profesores y padres andaban muy despistados. Había mucha
inconsciencia. El primer enseñante organizado, generoso y accesible, lo
encontré en la Escuela Universitaria…
Fernando Gil Gerona
Primer
borrador: Febrero 2016
Cortometrajes
en el Canal: Fernando G.G.G. YouTube
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